Veracruz, la selva

fotoLa ejecución de seis personas en Orizaba, entre ellas al ex reportero de Telever, Juan Santos Cabrera, exhibe, a partes iguales y con toda su crudeza, el grado de descomposición en materia de seguridad que priva en la entidad, así como la visión pervertida que sobre el Estado de Derecho y la legalidad, tienen las autoridades locales.

Pero lo novedoso no es esto -pues desde hace años y especialmente durante el sexenio de Fidel Herrera Beltrán se normalizó la convivencia del Cártel de Los Zetas con las corporaciones de seguridad, lo que era sabido por los periodistas que, por la naturaleza de nuestra actividad, regularmente nos enterábamos de la extraña inacción y encubrimiento oficial a sus actividades-, sino la forma tan cínica y descarada, por no decir extraviada, en cómo la autoridades afrontan estos fenómenos ante la opinión pública, aceptando ahora un papel de simples expectadores y a veces hasta parece que de fans, entre la guerra de cárteles que se libra a todo lo largo y ancho de la entidad.

Célebre es, por ejemplo, la expresión del gobernador Javier Duarte de Ochoa, cuando al ser expuestos en la vía pública 35 cadáveres en pleno corazón turístico de Boca del Río en 2011, y que marcó el inicio de la guerra entre Los Zetas vs Cártel de Jalisco-Sinaloa, justificó:  «es lamentable el asesinato de 35 personas, pero lo es más que esas mismas personas hayan escogido dedicarse a extorsionar, secuestrar y matar».

En agosto de 2014, el en ese entonces coordinador de Comunicación Social, Alberto Silva Ramos, amularía el tono complaciente cuando al dar a conocer la noticia de la ejecución de Guillermo Aparicio Lara, El Willy, jefe de Los Zetas en Playa del Carmen, en el municipio de Omealca, parecía celebrar el hecho realizado por un comando de sicarios, en una operación de película, en lugar de asumir una postura de autoridad condenando cualquier forma de violencia y prometiendo la investigación de los hechos para restablecer el impero de la ley.

Pero la expresión de campeonato, sin duda alguna, se la llevaría el gobernador en una reunión reciente con periodistas en Poza Rica, durante la cual dijo conocer a «algunos» vinculados con la delincuencia y acto seguido, en un tono indulgente y de perdonavidas, reconviniéndoles -en lugar de proceder legalmente contra estos- simplemente a «portarse bien», pues «vienen tiempos difíciles».

El absurdo es sublime cuando ahora hasta los propios cárteles a través de sus narcomensajes dejan entrever su simpatía porque las Fuerzas Armadas o la Policía Estatal opere en tal o cual ciudad de Veracruz, a los que ven como «¿aliados?».

Hace años, cuando era adolescente y decidía sobre estudiar periodismo, recuerdo haberme quedado estupefacto en un estanquillo de periódicos de la ciudad de Veracruz viendo el espectáculo abyecto de los titulares aduladores en las portadas de todos los periódicos locales hacia el entonces gobernador Patricio Chirinos Calero y el ocultamiento de informaciones que sobre la realidad conocía. Lo que ví me provocó una angustia, que hasta el día de hoy me conflictúa, sobre realidad y percepción. Cómo, no sólo desde los medios, sino sobre todo desde el poder, se confecciona una realidad que es internalizada, progresivamente, en nuestra conciencia cada vez más adormecida y va deformando nuestra percepción, sin apenas darnos cuenta, hasta que un día podemos despertar de la hipnosis, siendo otros, completamente enajenados, sin saberlo, asumiendo como propios las visiones inducidas, algo parecido a lo que lo que ocurre con el fenómeno de la transculturación, estudiada por la antropología.

Digo todo esto por el desconcierto que me provoca constatar «la normalización» que sobre la violencia y las ejecuciones entre cárteles, se ha hecho en Veracruz por parte del gobierno, y en muchos sentidos, de algunos sectores sociales, cuando se acepta, como «natural», el desgobierno y la fractura profunda del Estado de Derecho. Cuando lo anómalo radica no en la ejecución per se de individuos en espacios públicos y con un despliegue espectacular de armas y sicarios, que debiera escandalizarnos sobre las acciones y omisiones del Estado que lo permiten y el mensaje ominoso que envía para el presente y el futuro de una sociedad, sino el verificar si fue o no un ajuste de cuentas entre los mismos «malos».

De lo ocurrido en Orizaba, cuestiono: si las autoridades tenían identificado a un líder criminal -del que dieron informes inmediatamente-, ¿Cómo es que no procedieron contra él antes que un grupo de sicarios lo hiciera? ¿Qué tecnología o capacidad logística poseen como para haber superado y rebasado a las autoridades en su conocimiento sobre la ubicación de líderes delictivos, si así fuera el caso, en una visión inocente, o quién, desde el gobierno, les proveyó de tal información, pensando hipotéticamente mal? ¿Cómo es que estos grupos pueden, en pleno centro de una ciudad, ejecutar a sus víctimas y el gobierno, no puede, aún con el despliegue escandaloso de fuerza, capturarlos y aplicarles la ley? ¿Cómo aceptar que la «justicia criminal» sea la que reine y se imponga en Veracruz, si creemos la versión oficial de que las víctimas eran todos delincuentes y se merecían una muerte atroz y el Estado asuma un vergonzoso y ridículo papel de recoge cadáveres?

Como la ejecución fue contra algunos miembros de los «odiosos» zetas, ¿eso reivindica a sus autores y los exculpa de cualquier reproche? ¿De veras eso traerá paz a Veracruz y se acabarán los «delincuentes malos» y sólo quedarán los buenos que no harán daño a la sociedad? ¿Debemos despreocuparnos por la actitud con el que las autoridades, incluidas las Fuerzas Armadas, han asumido los hechos y podemos dormir tranquilos pensando que su debilidad es sólo pasajera porque después de estos trágicos eventos habrán asumido el control y restablecido el orden? Quizá algunos ciudadanos puedan dormir tranquilos después de leer, escuchar o ver este día la versión oficial de lo ocurrido en Orizaba, exclamando «menos mal, unos delincuentes menos y tenía el razón el gobernador en lo afirmado sobre algunos periodistas». Yo, no. Me niego a aceptar esta farsa y vivir sometido a esta surrealista «justicia criminal», resignado a que sean los delincuentes, ahora convertidos en un poder paralelo al Estado, quienes decidan quién vive y quién muere en Veracruz, normalizando un estado de salvajismo perpetuo que nos lastra como país.

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